Rostros y realidades en la U.P.V.

[ezcol_1third][/ezcol_1third] [ezcol_2third_end]Rostros y realidades en la U.P.V.

La UPV presenta el 5 de mayo en su sala de exposiciones de Rectorado la muestra Rostre i realitat fotogràfica. Passeig per l’amor i la mort. 15 artistas de reconocido prestigio seleccionados por Alberto Adsuara ofrecen, a través de 60 obras, la oportunidad de indagar sobre el problema del rostro como construcción cultural.

Como es de esperar en una colectiva fotográfica, vamos encontrar tanto soluciones puramente enunciativas – quizás las más adecuadas para plantear la cuestión de la conciencia y la representación del yo-  como propuestas más escénicas, o bien obscenamente pictorialistas, entendiendo aquí en este último apartado tanto la concentración en texturas gráficas, fotomontajes o collages, como el empleo de estilemas conceptuales.

El amor y la muerte, pese al subtítulo de la exposición, no los vamos a encontrar directamente aquí, lo que es definitivamente curioso, pero como dos formas alternativas del dolor, se encuentran más bien fuera de campo, o detrás del gesto y la retina representada. Algo de mal rollo entonces, lo que viene a enlazar con el origen funerario del retrato. En ese sentido cabe preguntarse también cual es la razón última de que el sado-masoquismo del body art haya impregnado tan rotundamente a la fotografía contemporánea.
Para aquellos que extrañamente no conozcan el trabajo de nuestros compañeros Elías Pérez y Eduard Ibáñez es una buena ocasión de hacer una visita.
Luis Armand. UPV.
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A continuación el impagable texto de Alberto Adsuara
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ROSTRO Y REALIDAD FOTOGRÁFICA

Rostro especular

Un rostro es el conjunto de las partes que lo componen: apéndices, recovecos, fosas, glóbulos, y una nada despreciable cantidad de músculos faciales; todo recubierto por una fina membrana que puede adquirir los matices de color y textura más insospechados. Ese conjunto es, en su combinación, aquello por lo que se nos reconoce e identifica. Y curiosamente… no podemos percibir el nuestro propio de forma directa.

Toda visión especular es falsa por tergiversadora. Sin embargo es a la que generalmente recurrimos cuando queremos saber cómo somos. En este sentido el desarrollo de la ciencia nada ha podido hacer con nuestras limitaciones, las limitaciones que nos ha impuesto la misma naturaleza: los ojos forman parte del rostro. Así, del conformismo ante las limitaciones emerge la ingenuidad que nos consuela, por eso hemos acabado por creer que los demás nos ven tal y como nosotros nos vemos en un espejo, en un reflejo. Craso error.

Así, vivimos con una idea falsa de nuestra propia imagen. Sólo un narcisista patológico admiraría su propia fotografía hasta el punto de dedicarle más tiempo que a su imagen especular (y la fotografía, aunque de otra forma, también le engañaría). Podemos ser expertos en nosotros mismos porque lleguemos a conocer nuestros pensamientos y porque conozcamos perfectamente las formas de nuestras manos o de nuestros pies, pero apenas sabemos algo de aquello por lo que los demás nos reconocen. Respecto a nuestro rostro los demás saben más que nosotros mismos.

Los espejos son ilusorios. No hacen más que repetir nuestras muecas cuando nos tienen delante para reírse después a nuestras espaldas. Cuando no les miramos.

Rostro natural

La naturaleza no hace nada incorrecto. Cualquier forma, bella o fea, tiene su causa; y, de todos los seres que existen, no hay uno solo que no sea como deba ser.
Mirad a esta mujer que perdió sus ojos en su juventud. El desarrollo sucesivo de la órbita ya no ha estirado sus párpados; se han rehundido en la cavidad originada por la falta de órgano; se han ido achicando. Los de arriba han arrastrado las cejas; los de abajo han ido tirando ligeramente las mejillas hacia arriba; el labio superior ha sido afectado por este movimiento y se ha levantado; la alteración ha afectado todas las partes de la cara, según estaban más alejadas o más cercanas del lugar principal, del accidente. Pero ¿creéis que la deformidad se haya concentrado sólo en el óvalo? ¿Creéis que el cuello se haya librado del todo de ella? ¿Y los hombros y el busto? Claro, a vuestros ojos y a los míos. Pero llamad a la naturaleza; enseñadle este cuello, estos hombros, este busto y la naturaleza opinará: “Este es el cuello, éstos son los hombros, éste es el busto de una mujer que perdió sus ojos siendo joven”.
Volved vuestra mirada a este hombre cuya espalda y cuyo pecho se han vuelto convexos conforme se iban alargando los cartílagos anteriores del cuello y hundiendo las vértebras posteriores; la cabeza se ha inclinado, las manos se han enderezado en la articulación de la muñeca, los codos han sido llevados hacia atrás, todos los miembros han buscado el centro de gravedad común que conviniera mejor a este sistema heteróclito; el rostro cobró, con todo esto, una expresión de malestar y de pena. Cubrid esta figura; no enseñéis más que sus pies a la naturaleza y la naturaleza os dirá sin vacilar: “Estos pies le corresponden a un jorobado”
.

(Diderot, 1766)

Yendo más lejos, y con la misma confianza depositada en la sabia naturaleza, podríamos aplicar la tesis hacia la relación del físico con la experiencia y decir que el rostro es un constructo que día a día vamos conformando quienes lo poseemos. Por tanto, si enseñáramos a la naturaleza el rostro de un asesino, la naturaleza no dudaría en decir: “este el rostro de un criminal”. Así, donde nosotros viéramos un simpático y amable vecino que nos saluda sonriente todos los días la naturaleza vería a un criminal.

Y no tendríamos motivos para desconfiar de su posible veredicto. Ni más remedio que creerla si en algo quisiéramos creer. Sobre todo si atendemos a los precarios resultados mostrados por nuestro primitivo voluntarismo pseudocientífico: la fisiognomía y la frenología se preocuparon por aplicar ese supuesto a sus estudios y sus conclusiones no dejaron de ser especulativas. Curiosas pero poco definitivas. Demasiados factores a tener en cuenta, demasiados parámetros intercomunicados e imprevistos. Así pues, esa naturaleza de la que formamos parte, nos niega de alguna forma el acceso al conocimiento que ella posee. La naturaleza frente a “nuestra naturaleza”.

Es cierto que algunos tratados de fisiognomía artística afirman que la forma del rostro no es tanto una construcción natural como cultural. Lo que, en cualquier caso, no le pasa desapercibido a la naturaleza. Nuestro para nosotros amable vecino seguiría siendo un criminal para la naturaleza por mucho que su rostro fuera el producto de una infancia difícil. Da lo mismo que la naturaleza fundamente sus veredictos en una idea del cuerpo entendido como unidad orgánica que lo haga debido a una visión platónica de armonía universal (tan humana ella), el caso es que allá donde la naturaleza acierta con contundencia el ser humano (tan natural él) se equivoca con obstinación.

Rostro cultural

Nuestra naturaleza aún no nos ha permitido, pues, hacer ciencia con las investigaciones efectuadas hasta la fecha, sin embargo el rostro sigue siendo para muchos el espejo del alma. Y, aunque en algunos casos pudiera deducirse el carácter por las facciones, todo acierto real respecto a un posible veredicto tendría que ver más con la contingencia que con la ciencia. Otra cosa, quizá mas atrevida si cabe, sería el pensar que le fotografía de un rostro representa el alma de ese rostro. Como pensaban los indígenas cuando llamaban a los fotógrafos cazadores de sombras.

En cualquier caso, hablar del rostro sería hablar de lo que nos une a todos y hablar de retrato sería hablar de lo que nos distingue unos de otros. Rostro es lo que tenemos todos, retrato es lo que nos representa de forma individualizada. Hablar del rostro es hablar de todos los rostros, hablar del retrato es hablar de los retratos a los que nos referimos.

El mismísimo Roland Barthes, confundido ante la muerte de su madre, dijo refiriéndose al retrato que Avedon le hiciera a William Casby: “La esencia de la esclavitud se encuentra aquí al desnudo” (Barthes, 1983). Por supuesto que nada hay que objetar respecto a la particular apreciación de Barthes. Podría ser cierto (tanto al menos como en principio podría no serlo) que el fotógrafo ha sabido captar con esta imagen-instantánea todo “eso” que la mayoría de nosotros sólo conocemos a través de la Historia o, en su defecto, a través de las películas americanas que con tanto sentido han sabido “retratar” la historia de los propios americanos.

Sin embargo no deja de ser cierto, también, que Barthes lo tenía más fácil que aquella naturaleza a la que ya casi nadie habla de Usted. Sobre todo si tenemos en cuenta que el retratado es negro y que la fotografía se titula “William Casby nacido esclavo”.

Es decir, a Barthes no debió de serle muy dificultoso ver la esencia de la esclavitud en un retrato titulado de forma tan poco críptica. Al pensar de Barthes, y de innumerables barthesianos, William Casby no pudo ser un exrecolector de caña de azúcar cubano porque su imagen debía representar lo que tan fácilmente vio el mismo Barthes en el retrato, la esencia de la esclavitud.

Quizá el punto de dislocación de un discurso tan ingenuo provenga del hecho de haber analizado el retrato como si estuviera analizando un rostro. Barthes, pues, acomete el análisis a partir de un lapsus que traiciona su propia metodología; un lapsus que se repite a lo largo de todo su influyente libro. Desde el principio de La cámara lúcida Barthes hace gala de su metodología, la que traiciona desde ese mismo principio. Se empeña en decir que no quiere hacer lo que acaba haciendo: Barthes dice querer hablar sólo de la contingencia (del medio fotográfico) y por ello reniega de aspectos como el del arte o la autoría, pero habla y mucho de incontingencias acudiendo a fotos de prestigiosos autores y comentándolas en función de algo tan tipificado (culturalmente) como son los géneros. Barthes quiere hablar de un rostro, pero habla del retrato. Así no sería exacto decir que Barthes se equivocaba, pues su afirmación no dejaba de ser una opinión tan legítima como la de cualquier otro. Pero sería una opinión, eso sí, que posiblemente fuera idéntica a la de todos los millones de posibles espectadores que, sin saber nada de las teorías estructuralistas, tuvieran acceso al pie de foto. Una opinión que sólo en el caso de Barthes habría estado contaminada por un lapsus.

En resumen: en un rostro puede vislumbrarse la esencia de la esclavitud, sobre todo si con él nos topamos en New Orleáns; en un rostro fotografiado podríamos encontrarnos algo parecido a la idea de esclavitud acudiendo a cierta retórica con pretensiones analítico/poéticas y desde luego con ciertas dosis de voluntarismo; pero en la fotografía (hecha por un famoso fotógrafo) que forma parte de un proyecto asociado al género del retrato y cuyo pie de foto reza “William Casby nacido esclavo”, sólo nos queda ver el excelente retrato de un negro que se llama William Casby. Y haciendo un ejercicio de voluntarismo facilón y diletante podríamos ver a un negro que al parecer nació esclavo. Y haciendo un esfuerzo tan cultural como poco basado en la contingencia, podríamos ver la excelente fotografía de un gran fotógrafo.

Pero con una particularidad añadida: la de saber que el pie de foto es una afirmación del autor de la foto, no del modelo; es decir: la de saber que Casby es esclavo porque nos lo dice el autor de la fotografía. Una información, por tanto, que al ser usada metodológicamente entra en profunda contradicción con los manifestados objetivos de Barthes, pues como decíamos él quiere huir de toda noción de autoría y artisticidad. Para centrarse en la contingencia.

El retrato no es más una convención cultural a partir de la cual alguien es representado a través de una imagen. El retrato es un género y en ningún caso el retrato es lo retratado. Así pues un retrato no es un rostro por mucho que pueda contenerlo. Si queremos juzgar una fotografía para asignarle la contingencia como valor esencial del medio fotográfico nada hay peor que escoger el retrato de un prestigioso fotógrafo. Sobre todo si sabemos el engaño al que pueden someternos los fotógrafos: como es sabido Avedon nos engañó con alguna de las fotos pertenecientes a la misma serie en la que se encuentra enclavada la de Casby. Avedon pretendía fotografiar al americano medio en una serie que pudiera representarlo (a la manera de). Pues bien, con el tiempo se descubrió que los pies de foto no siempre se correspondían con la realidad que representaban y anunciaban, y que algunos modelos habían sido contratados para hacer el papel que Avedon les asignaba.

El rostro y la fotografía

Las posibilidades de representación del rostro son tan grandes como los resultados obtenidos en el intento de representarlo. Hasta la llegada de la abstracción como forma legítima de expresión artística casi no hubo artista que renunciara al intento de representación del rostro. Aún el más férreo defensor del paisajismo tuvo un aprendizaje en que se le exigía el conocimiento de las proporciones humanas y sus posibilidades representativas.

El caso de la Fotografía viene a ser incluso más llamativo, pues no hay fotógrafo en el mundo que haya escapado tarde o temprano a la inevitabilidad de representar rostros.

Puede el rostro ser interpretado desde diferentes perspectivas y puede ser plasmado desde diferentes técnicas y con objetivos diversos. Una cosa sería el qué se busca en un rostro desde el punto de vista del potencial representativo y otra el cómo se representa. Así, habría quien pudiera buscar una determinada neutralidad del semblante (esto sería el qué busca) y por ello fotografiaría rostros con luz frontal y difusa (y esto sería el cómo lo busca). Y habría quien pudiera buscar en el rostro cierto dramatismo que acentuara la expresividad escultórica y por ello jugaría con varias luces puntuales. Después, claro, se encontraría el grado de maestría con el que se ha elaborado cada propuesta artística concreta. Como siempre, de la adecuación entre una cosa y la otra surge la posibilidad de la maestría.

Tampoco sería lo mismo usar el rostro como representación que responde a la expresión de una idea previa que usar el rostro como previo al tener algo que decir a través de él. Así, habrá quien quiera hacer algo a partir del rostro y de ahí le surja la idea de introducir rostros en piscinas para ser fotografiados (Fisher), y habrá quien tenga por cometido expresar una disconformidad con ciertos asuntos sociales y por ello vea adecuado el uso de un rostro (Kruger).

El conjunto de fotografías aquí reunido no tiene otro cometido que aportar algo a las posibilidades representativas del rostro. Todas y cada una de las fotografías del conjunto tienen la capacidad de ampliar las posibilidades representativas de un asunto de interés común y permanente. Unos autores lo hacen partiendo de una concepción clásica de la representación (Díaz Burgos), otras partiendo de los presupuestos de las Vanguardias Históricas (Pía Benjumea), otros partiendo de los problemas de identidad (Rafa ramos), otros partiendo de premisas vinculadas a la representación de las pasiones humanas (Leyton)…

Ni qué decir tiene que la selección es tan arbitraria como exigua. Pudo ser mucho más extensa y seguro que el conjunto habría mejorado notablemente. Pero cada uno se marca los límites donde puede y estos venían marcados por una preferencia entendida como una necesidad: la de poder ofrecer la posibilidad de 4 imágenes por autor. No hay, pues, una tesis concreta que necesite recurrir a lo que aquí no se muestra. Hay, sólo, un conjunto de fotografías que reunidas y enfrentadas dan cuenta de algunas de las posibles formas de abordar el rostro desde la fotografía.

El rostro como misterio. Así es como parece que Elías Pérez aborda el concepto. Cuanto más se acerca uno a esos rostros más misteriosos se vuelven. La interpretación de esta serie de rostros fotográficos puede hacerse en dos líneas diametralmente opuestas y no por ello excluyentes entre sí. Los rostros de Elías Pérez conectan de igual forma con el nacimiento que con la muerte, ambas, rostros de la misma moneda. La mediana edad del rostro escultórico que soporta los implementos admite la posibilidad de estar en un estadio constructivo de la misma forma que admite la posibilidad evanescente. ¿Son rostros que se están creando o rostros que están desapareciendo?

Para Elías Pérez el rostro es un misterio que sólo puede desvelarse con otro misterio, por eso sus semblantes nunca terminan de definirse. Son siempre rostros incompletos. La aparición de signos de de vida confiere cierto significado a un soporte que carece de sentido. Son, pues, rostros incompletos pero autosuficientes en la medida en que no es sentido lo que buscan. Son rostros que muestran la brecha que separa la realidad de lo real.

Los rostros de Elías Pérez se parecen a las cartillas académicas que pretendían enseñar a los aspirantes a artistas. De la misma forma que aquellas cartillas Elías Pérez descompone las partes con el único fin de poder comprenderlas. De tener que comprenderlas a mano alzada hemos pasado a tener que comprenderlas píxel a píxel. De la era analógica hemos pasado a la era digital. Como del nacimiento pasamos a la muerte. La muerte pues como pasado y como futuro. Todo esto es lo que se encuentra detrás (o delante) de los rostros de Elías Pérez.

Los rostros de Louis Decamps parecen lo que no son. A golpe de vista podrían parecer lo que exactamente pretenden parecer: máscaras. Pero no son máscaras, son rostros que, aderezados, sustituyen a esas máscaras que ya no son necesarias. Las máscaras directamente ocultan la realidad sustituyéndola. Aquí, sin embargo, la ocultación de la realidad no existe; existe acaso una tergiversación, una suerte de construcción/deconstrucción en la que permanece la posibilidad de la mueca.

Nadie conoce con exactitud los motivos de la aparición de las máscaras, pero los pueblos primitivos creen que es en la cabeza donde anidan los espíritus. Así un uso habitual de la máscara ha sido la de representar a los muertos. Es pues un objeto vinculado al rito. Los rostros de Decamps, sin embargo, están muy vivos, tanto que su cometido no es otro que el de reivindicar su particularidad. Son rostros de sujetos más bien vinculados al mito.

Todos y cada uno de los rostros se reivindican haciendo gala de lo que puede distinguirlos del resto. Son rostros excesivos que pueden representar perfectamente al sujeto de este estrenado milenio. Cada vez son más las tribus urbanas que surgen de alguna extraña necesidad: skaters, grafiteros, raperos, góticos, pijos, chungos, bakalas, ecologistas, falsos hippies, frikys, etc. Todos ellos, con sus consignas estéticas bien diferenciadas (que no son sino un reclamo), surgen de una sociedad que ha apostado por el individualismo reivindicando la diferencia a través de un relativismo protector.

Todo lo que en Decamps es individualización y diferencia es en Miguel Oriola denominador común. Lo que en Decamps es un elogio a la diferencia es en Oriola una reivindicación de lo común. El desconsuelo es una pasión común en el ser humano sea cual sea su procedencia. Pero una cosa es el sentimiento y otra bien distinta la representación del mismo. Así, el desconsuelo, como apunta Oriola con una ironía subliminal, puede ser tan falso como una moneda con dos caras. Pero creíble. Una cosa es la verdad y otra bien distinta la credibilidad. Y otra la verosimilitud.

La credibilidad la confiere la verosimilitud. Los desconsolados rostros de Oriola no son todos igual de creíbles, pero no por ello dejan de representar, en su totalidad (son 16), la imagen del desconsuelo. Son rostros mentirosos que logran transmitir cierto grado de desasosiego en función de las dotes representativas del modelo. Las imágenes son representaciones de representaciones. Mentiras que transmitiendo verosimilitud nos conducen a una cierta verdad, a una verdad incierta.

Parecido sería el caso de Virginia Leyton, que pretende representar las pasiones humanas a través de gestos impostados. De nuevo, son las dotes de las modelos las que marcan los ciertos grados de eficacia comunicativa. El intento de congelar en un instante fotográfico las pasiones humanas es una ocurrencia recurrente valga la redundancia, pero Leyton lo hace subrayando la ocurrencia con ciertos detalles sutiles pero significativos, las texturas, los colores, los desenfoques.

La primera topografía fiable de las expresiones fue cartografiada por Guillaume Duchenne, pero su principal aliado fue también su principal enemigo: la ciencia. Sus expresiones eran, después de todo, tan sospechosas como las de Leyton. Mientras uno aplicaba corrientes eléctricas a través de electrodos en el rostro de un loco de manicomio, la otra obliga a repetir a cada modelo la mueca elegida hasta conseguir el paradigma buscado; ahora placer, ahora deseo, ahora tristeza. Dos métodos basados en la tenacidad de la repetición, al final de las cuentas.

Las pasiones humanas responden a un modo universal. Y Leyton las “retrata” sabiendo que las expresiones básicas no dependen de nuestra voluntad. De hecho el principio que rige su labor es, como en Oriola, el de buscar la mejor representación posible. En este caso concreto haciendo prevalecer la estética sobre el concepto. Mientras Oriola fundamenta su trabajo sobre el concepto a la manera de las tipologías alemanas, Leyton lo fundamenta en la estética a la manera romántica. Leyton se dedica a la representación de la comunicación no verbal y lo hace a través de imágenes mudas. Además lo hace partiendo de una idea universal de la expresión. Así, “sus” pasiones responden a las pasiones de rostros esperanto.

¿Y qué sucede cuando un objeto hace las veces de sujeto? ¿Qué sujeto es ese que lo es sólo gracias a un ejercicio de interpretación fundamentado en la retórica visual? ¿Es el rostro de un “muñeco” un rostro que cabe con “naturalidad” en una exhibición que aborda el rostro?

Diego Portuondo fotografía los estadios mentales del ser humano a través de las cabezas frenológicas. Con intención tipológica ha trabajado desde la fotografía y durante mucho tiempo sobre el rostro atendiendo a una (pseudo)ciencia. De esta forma hace lo que muchos fotógrafos primitivos experimentales: combinar lo denotativo y lo connotativo en base a una serie que se define desde lo acumulativo. Aquí se trata de objetos retratados y marcados por el verbo. Nuestra realidad no es sino la construida por el lenguaje, como bien demuestra Portuondo. Son objetos mostrados a partir del uso de una específica técnica fotográfica que, además, remite a muchos fotógrafos que en su momento experimentaron con el medio fotográfico a fin extraer otras posibilidades menos vinculadas a la simple analogía.

Partiendo pues de unos elementos volumétricos y de la experimentación técnico fotográfica Portuondo construye rostros humanos que se definen a través del objeto y del texto. Así, imagen/texto y objeto/sujeto. Pares, en definitiva, sujetados por una mirada, la del espectador de las fotografías, que es instado a ver rostros. Y a leerlos.

Cuentan que la primera vez que algunos indígenas vieron su representación fotográfica entraron en trance. Al principio les costó hacer la asociación, pero una vez asimilada algunos de ellos se colocaron la fotografía en la frente como si se tratara de la proclamación de un yo. El problema de la identidad, pues, como uno de los problemas primigenios ante el hecho fotográfico (dadas sus condiciones de iconicidad y de analogía).

Los rostros de Rafa Ramos abordan el asunto de la identidad y la asociación de una imagen al sujeto; el asunto del grado de verdad que hay entre la vinculación de una y otro. Algo que no carece de tradición discursiva: uno de los aspectos más tratados en la historia del retrato es el de saber distinguir entre la esencia y la anécdota del individuo a la hora de tener que representarlo pictórica o fotográficamente. Las respuestas, como era de prever, las hay de todos los colores.

La de Ramos contiene el escepticismo de quien desconfía de verdad alguna, de esencia alguna. Sus rostros no pueden ser retratos precisamente porque no puede haber fotografía que pueda ser sustitutiva del sujeto. De esta forma, sus rostros responden a un sistema clasificatorio aleatorio basado en el Tratado de la pintura de Leonardo. En él se dividía el rostro en cuatro partes: frente, nariz, boca y mentón. Rafa Ramos efectúa su particular combinatoria a partir de esta división y elabora piezas que, a base de fragmentos horizontales, muestran la inconstancia, la inconsistencia y la volubilidad del sujeto.

Yendo más lejos todavía Pía Benjumea construye el caos. Paso a paso, retal a retal. Ni siquiera son humanas las partes que conforman las facciones. Son amasijos del resto de una civilización. Son rostros que hacen confluir el pasado (en forma de recuerdo) y el futuro (en forma de premonción). Todo conformando un caos en el que recovecos, fosas, glóbulos y órbitas son a su vez microcosmos dependientes y necesarios en la conformación de la humanidad.

El ser humano es el animal que más músculos tiene en la cara. Son los que le sirven para poder expresar las pasiones. En los rostros de Pía Benjumea las pasiones vendrían expresadas a través de la cosificación; es decir, a partir de lo que no es ser vivo. Son simultáneamente rostros del futuro que nos espera y rostros de la memoria; rostros humanizados y rostros cosificados.

Desde las Vanguardias Históricas el collage ha sido una herramienta artística perfecta para expresar el caos y el sinsentido. Pía Benjumea lo expresa, eso sí, desde el sentido del humor, algo de lo que la Historia del Arte sabe más bien poco. Los rostros de Benjumea son puro sarcasmo, son rostros escultura en los que las narices son floreros y las mejillas mejillones.

Hablábamos en la introducción de las mentiras a las que nos someten los espejos. La fundamental de todas ellas es ésa con la que los espejos nos humillan recordándonos nuestros límites, los límites de nuestra naturaleza. Así, de ninguna manera somos esa imagen especular que nos devuelven los espejos cuando los (nos) miramos. Nos engañan, pues, siempre que pueden; esto es: siempre. En esta humillación se basa la obra que desde hace años viene realizando Luz María Vales.

Luz María fotografía rostros con la única intención de conferirles sentido mediante su ubicación en espejos. Son rostros que se depositan fragmentariamente en espejos que permiten, a su vez, vernos reflejados en ellos. Sus obras son espejos con doble rostro; dos rostros que se funden y confunden en dos ámbitos. Dos rostros: el del otro, trasladado hábilmente al espejo y el nuestro, reflejado mediante nuestra observación. Dos ámbitos, el real y el reflejado. Somos, de esta manera, espectadores de una obra que nos integra en ella; somos espectadores espectados. Nos acercamos al espejo con fines distintos a los habituales: para observar a otro, al otro, y el espejo nos devuelve la imagen, una vez más, deformada. Deformada, claro está, debido a nuestra presencia, una presencia falsificada; una presencia inevitable e inevitablemente falsificada.

No siempre la fotografía pretende producir momentos decisivos. Es más, en ocasiones el objetivo de algunos fotógrafos es producir imágenes que contengan, en un solo fotograma, el paso del tiempo. Y por eso, como en el caso de Eduard Ibáñez, construyen imágenes que contienen una secuencia temporal. No se produce en ellas movimiento, pero sí su simulacro. No se produce en ellas movimiento, pero en ellas están inscritos, a modo de palimpsesto, un origen y un final. El origen y el final de un movimiento, un desplazamiento que adquiere significado expresivo a cuenta de ser narrativo.

Los instantes, de esta forma, no sólo no son decisivos, sino que son circunstanciales, contingentes y, sobre todo, coyunturales. Todo movimiento es un temblor y los rostros de Ibáñez tiemblan ante la necesidad de expresarse. Tiemblan en su particular búsqueda, una búsqueda sobre la que los espectadores podremos especular.

Los aficionados al cine saben que la luz puede moldear un rostro hasta hacerlo casi irreconocible. La luz puede, en este sentido, crear un efecto narrativo sin que el lenguaje verbal haga acto de presencia. Cuando ante un sujeto esa luz es proyectada desde la cenitalidad y emitida en haz concentrado ya no hay sujeto, hay máscara. Y las máscaras para ser necesitan ser ciegas. La condición necesaria de una máscara es el agujero por el que poder mirar. Donde el mirar no es otra cosa que la necesidad de ser irreconocible. Si ser es ser percibido el sujeto con máscara es no sería.

En este punto se puede ir más lejos y decir que las máscaras de Albert Leyghton son máscaras humanas, máscaras con vida de fondo, máscaras que retornan al sujeto. Así, en el caso particular, mujeres que por carecer de mirada ignoran hasta qué punto son reconocidas. Son, por tanto, mujeres ajenas a su exterior; mujeres enajenadas. Máscaras con vida de fondo, fondo negro, negro como el de las cuencas de sus ojos, ojos que no son. Negro el de los ojos que no ven.

Si había algo que pudiera faltarle a la fotografía analógica con toda seguridad sería aquello que contiene la fotografía digital. Los halogenuros de lo analógico son menos manipulables que los píxels de lo digital. No hay nada más intercambiable que una estructura ortogonal y el píxel no es más que un dígito. En este sentido los rostros de Ximo Lizana son tan reales como falsos, pues son el resultado de jugar con los números. Los rostros de Lizana son contenedores de virtualidad que pululan en un limbo no menos numérico.

Son rostros que convocan el futuro que nunca llega, pero que siempre se encuentra presente en el presente. Son rostros increíbles pero reales; inciertos pero reconocibles. Los rostros de Lizana proyectan los fantasmas de un pasado que no acaba de dejarnos y reivindican ese futuro que siempre es porvenir.

Desde el propio advenimiento del medio fotográfico el arte ha mantenido con él una relación no siempre amistosa. Por otra parte, y como se ha apuntado más arriba, un rostro no es (necesariamente) un retrato. Y por otra, y como también se ha comentado, la máscara es una forma de ocultación. Pues bien, atendiendo a estas tres premisas estamos en condiciones de abordar la obra de Pep Escoda.

Su trabajo vincula el mundo del arte pictórico y el fotográfico a través de un género artístico, el retrato, un género que fue pictórico antes que fotográfico. En efecto, las fotografías de Escoda son los retratos de un artista, un artista que queda ocultado por el poder de su propia obra. De tal forma, el proceso de Escoda resulta interesante por cuanto se trata de un proceso puramente analógico, en contra de las apariencias: se fotografía el cuadro del artista, se imprime sobre licra, se construye una máscara recortando y cosiendo la licra impresa y finalmente se fotografía al artista con la máscara elaborada a partir de su propia obra. La identidad del autor fagocitada, pues, por su propio producto.

Cíclicamente se retoma en el arte plástico el problema de la percepción del movimiento. Y cíclicamente se retoma en el arte el estudio de las analogías entre el ser humano y ciertas especies animales. Antonio Barroso se hace cargo de esas dos inquietudes ante la producción de toda su obra. Trabajando casi siempre a partir de fotografías el artista construye imágenes asentadas en la ansiedad de unos seres turbios que deambulan por espacios oscuros.

A veces se trata de rostros beiconianos que tratan de escapar de los límites del control, otras veces se trata de rostros dellaportianos que viven con naturalidad su propia transformación. Siempre, en cualquier caso, se trata de rostros que se sumergen en la ambigüedad de la noche con el fin de bucear entre sombras tenues. Rostros de personajes insondables que habitan los territorios de una ciénaga sin nombre. Rostros de seres turbios que luchan por perpetuarse a pesar de sí mismos.

Nuestra tradición iconográfica nos tiene avisados ante la posibilidad de imágenes que se alejan del sentido clásico de belleza. Y no se trata tanto de huir de un canon de belleza como de representar las a veces insospechadas actitudes del ser humano, condenado por su condición, a vagar por un mar de tinieblas que irremediablemente le conducirá a su desaparición. Las fotografías de Sandra Sue no admiten condiciones ni ofrecen concesiones; son tal cual pretender ser: la pura representación de la desesperación.

Siguiendo la estela de algunas pinturas y esculturas góticas Sue crea imágenes carnívoras que representan los fuera de quicio de la condición humana. Son rostros que vagan por una desesperación perfectamente desesperanzada; rostros que gritan en soledad porque carecen de cualquier desagradable autocompasión; rostros que producen sonidos sordos ante quien sólo puede contemplarlos con las manos atadas y el corazón en un puño.

En todo el elenco de autores escogidos, el único experto en “instantes decisivos” es Juan Manuel Díaz Burgos. Pocos son los que como él son capaces de pillar esos instantes gozosos o dramáticos que congelados en imágenes exudan pura vida. En esta ocasión rostros cercanos al retrato. Algún contrapunto de concreción era necesario entre tanta variación tendente a lo genérico.

Son rostros cercanos; rostros que reconocemos sin haber conocido; rostros representativos de todos nosotros; no son nuestros rostros, pero sí son rostros nuestros. Por eso los reconocemos, porque son nuestros en la medida en la que nos representan. Son rostros que duermen cuando pueden, que se levantan de donde duermen y que comen para poder hacer; rostros que sobreviven. O mejor: rostros que han vivido, rostros con su pasado inscrito. Los rostros de Díaz Burgos son perfectos en su representar lo genérico precisamente en su condición de no retratos. Si nos acercamos a ellos sin miedo podremos ver todo lo real que ha emergido a través de su propia materialidad.

Alberto Adsuara.

Rostre i Realitat Fotográfica. Passeig per l,amor i la mort
. Catálogo de la exposición. Editorial Universitat Politècnica de València. Valencia, 2011.

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